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30 de agosto de 2008

06 agosto
CHINA Y LAS OLIMPIADAS
CHINA Y LAS OLIMPIADAS
Estamos a 2 días de que empiecen los Juegos Olímpicos más polémicos desde los Juegos de Moscú 1980 y Los Angeles 1984, marcados por la tensión y el boicot recíproco entre Estados Unidos y la Unión Soviética, irónicamente, poco tiempo antes de que comenzara el proceso de distensión entre ambas súper potencias y el colapso del Comunismo.
Actualmente, la polémica es generada, no por el enfrentamiento ideológico entre dos sistemas políticos y económicos, o entre dos visiones imperiales como fue el enfrentamiento entre rusos y norteamericanos sino por la suspicacia hacia el propio país anfitrión cuando no el temor que éste provoca entre nosotros, los Occidentales.
Se puede decir que Occidente tiene dos temores fundamentales a los que percibe como peligros a la hegemonía cultural, económica e ideológica que ha venido ejerciendo desde hace 500 años en que tras la conquista y colonización de América comenzó a expandir su cosmovisión y a concentrar riqueza y poderío en torno suyo, y que como civilización empezó a expandirse más allá de Europa Occidental: el primero de ellos es el Islam, que es el temor ancestral hacia el que hay un miedo permanente tras episodios particularmente sangrientos como la conquista musulmana de España, la Batalla de Poiters, las Cruzadas, la caída de Constantinopla y Lepanto; sin embargo y a pesar de que el Islam da muestras de estar en una etapa de renacimiento con su explosión demográfica y la fuerte migración hacia Europa, la feroz resistencia presentada en Palestina, Irak y Afganistán, o el florecimiento económico de las petromonarquías del Golfo Pérsico, carece todavía de la unidad y la cohesión que le permitirían plantar cara a un Occidente que le teme y que poco a poco se encuentra más debilitado en el natural proceso de su decadencia, algo en lo que abundaremos poco más adelante, por lo que no presenta, en el corto plazo, una seria amenaza para la hegemonía occidental, aunque nada es seguro en un Medio Oriente que se caracteriza por su volatilidad. Sin embargo, las serias rivalidades entre los Estados Islámicos más fuertes, incluso las divisiones tribales y sectarias al interior de ellos, la indefinición y ambigüedad de Turquía entre otros y la mezquindad de muchos de sus líderes hacen que en los próximos años sea difícil la aparición de algún caudillo o movimiento capaz de unir a los musulmanes alrededor del objetivo común de la reconstrucción del califato y con ello, la creación de un poder global.
El otro gran temor de Occidente es China, y no es para menos: China llegó a crear el primer Estado Nación en el año 221 a.C. con la unificación realizada a base de sangre y fuego por Quin Shin Huang Di, el primer emperador, mientras Occidente no se formaba aún y los imperios helenísticos se desangraban entre sí en sus luchas fraticidas y los romanos poco a poco levantaban su imperio tras haber derrotado a Cartago y absorbían a los griegos y sus decadentes Estados. China estuvo a punto de lograr la revolución industrial entre los siglos XII a XV y ante la grandiosidad de su civilización, cuando mongoles o manchúes la conquistaron, fueron más bien absorbidos por ella.
Hace 100 años, China se encontraba debilitada, con un sistema imperial decadente y corrupto, a completa merced de las potencias europeas o de un Japón enmascarado de occidental y una Rusia zarista lanzada al juego por el control de Asia, y la primera mitad del siglo XX fue para China una cruel etapa de guerra civil e invasiones que la llevaron a punto de su desaparición.
Pero China resistió y lo más importante, se levantó, y ahí radica el temor occidental hacia ella.
China ha roto todas las expectativas occidentales: su existencia misma hoy en día una anomalía para la Historia pensada según el modelo de Polibio u Oswald Spengler de ciclos de nacimiento, florecimiento y decadencia: es como si el Imperio Romano continuara existiendo hoy en día apenas afectado por los cambios históricos. China muestra una increíble continuidad en todos los órdenes y aspectos, ni siquiera la llegada al poder de los "comunistas" encabezados por Mao Tse Tung significó una ruptura con el pasado: el intento de hacerlo, la Revolución Cultural, no fue más que un sangriento sainete que solo sirvió a Mao para librarse de sus rivales políticos y culpar a su celosa y molesta esposa.
La ideología comunista del partido en el poder nunca ha sido realmente la misma que la predicada por Marx, Engels, Lenin o Stalin, sino más bien ha sido un vehículo de propaganda de la unidad nacional y la lucha contra las injerencias imperialistas extranjeras que tanta mella hicieron en China durante el siglo XIX e inicios del XX, así como para la toma de conciencia del poder de los chinos como una comunidad unificada y dirigida hacia el logro del bien colectivo por encima del individual, todo lo cual no es contrario al pensamiento tradicional chino ni rompe con él, sino más bien le ha dado continuidad; el autoritarismo, el orden como valor primordial y la obediencia reverencial hacia los gobernantes además, son rasgos propios de la doctrina de Confucio antes que de las tesis marxistas defensoras del caos y la revolución perpetua.
Así, no es al comunismo retórico de los chinos, sepultado tras una verdadera economía de libre mercado a lo que se teme, sino al despertar de China como potencia mundial y lo que significaría para Occidente, quien ha hecho todo para demeritar los logros chinos de cara a los juegos como con el separatismo tibetano, sacando a la palestra al Dalai Lama con su prédica para el Jet Set, resultando irónico que mientras en Occidente cúpulas de faranduleros e intelectuales se escandalizan ante tal o cual acción o declaración de la Iglesia Católica como amenaza al Estado Laico no duden en apoyar la causa de un sistema teocrático y confesional que distó mucho de ser el paraíso espiritual retratado en muchas películas de Hollywood y sí mucho más opresor y corrupto que cualquier papado medieval en contra de un Estado aconfesional y presuntamente ateo como el chino que sin embargo financia templos budistas de ramas diferentes al lamaísmo tibetano y fomenta tanto al taoísmo como al confucianismo pues ha descubierto que en la recuperación de los valores religiosos se encuentra el impulso al orden y a la armonía en la sociedad. Esos mismos intelectuales y figuras del espectáculo que tanto denuncian la persecución a los tibetanos separatistas callan ante las acciones sistemáticas del gobierno chino contra el Cristianismo.
En realidad, la mayoría de los tibetanos parecen estar conformes y hasta apoyar la dominación china que les ha llevado un mayor desarrollo económico, la alfabetización, la abolición de la esclavitud y la servidumbre, el acceso al consumo, la universidad y el ferrocarril y las carreteras que han roto con su ancestral aislamiento, además de que el separatismo tibetano carece de reales antecedentes históricos.
Lo mismo ocurre con el separatismo de los chinos musulmanes o Ughiures de Sikiang, no cabe duda que detrás del reciente atentado que costó la vida a 16 policías pueden esconderse muchos intereses en mostrar la "cara negra" de China. Incluso, se ha exagerado el problema ambiental en Pekín, como si no hubiera contaminación en las ciudades occidentales o no se hubieran enfrentado a problemas similares en el pasado, como fue el caso de Londres en los años 50 y 60 y no fuera Occidente el causante real del calentamiento global y otros problemas ambientales mundiales, recordemos que los chinos tienen apenas unos 20 años como país industrializado.
Pero, ¿por qué ese temor? Es simple: porque el triunfo de China mostraría las debilidades y contradicciones de Occidente. En primer término, demostraría que el nuevo evangelio que hace de la Democracia Representativa occidental un presupuesto del desarrollo económico es un tanto falaz y que puede haber caminos alternos a ese desarrollo económico, lo que restaría legitimidad a la misión autoimpuesta de Occidente como difusor de la libertad y poseedor de la única vía correcta para el bienestar de los pueblos, rompiendo además con el dogma de que todos deben gobernarse con un sistema democrático "american style" en vez de buscar cada país el tipo de gobierno que más le convenga: un sistema democrático occidental en China llevaría únicamente a la anarquía y al desorden, como los vividos después de la caída del sistema imperial.
Por otro lado, la potencia cultural china impulsada por la economía golpearía a un occidente cada vez más desprendido de sus raíces sustentadas en el pensamiento religioso judeocristiano y en la herencia clásica grecorromana y sustentada actualmente en el consumo y la mercadotecnia. Prácticas y doctrinas como el budismo, la acupuntura, el veganismo, las artes marciales o el feng shui se extienden por occidente y tienen más fuerza que MTV o el hedonismo difundido por las estrellas de Hollywood.
Y también está el orgullo: para los Occidentales, que jamás aceptarán que un pueblo que hace 30 años parecía pobre y atrasado: bárbaro para los cánones de los colonialistas ingleses del siglo XIX se alce de repente con el predominio global y los humille, el predominio chino significará el derrumbe de la posición de privilegio que se ha tenido y bajo cuya concepción de superioridad en la que han crecido generaciones se vea desafiada, cuando no derrotada para siempre.
Pero nada se puede hacer, pese a que intelectuales como Huntington y otros pronostiquen un colapso chino que puede ocurrir en cualquier momento, más parece cercano un colapso occidental, y más cuando la decadencia es festejada como progreso: se fomenta y aplaude la promiscuidad sexual, se adoctrina en la violencia, se desintegran las familias, se rechazan los valores éticos y religiosos, se cae en el relativismo y el individualismo exagerados, se pierde toda noción de trascendencia y solo se buscan la diversión y el entretenimiento, además de que la situación económica para Estados Unidos y demás potencias occidentales no resulta ser la mejor. No se puede ir contra la marea de la Historia y Occidente no puede ni quiere detener su caída, y no podrá pese a todo, frenar el ascenso de China y en general de las potencias asiáticas: India, Japón y Rusia, y posiblemente el Islam, y estos Juegos Olímpicos serán solo el primer paso en la escalera hacia la cumbre.

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