No me mueve, mi Dios, para quererte
el cielo que me tienes prometido,
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.
Tú me mueves, Señor, muéveme el verte
clavado en una cruz y escarnecido,
muéveme ver tu cuerpo tan herido,
muévenme tus afrentas y tu muerte.
Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera,
que aunque no hubiera cielo, yo te amara,
y aunque no hubiera infierno, te temiera.
No me tienes que dar porque te quiera,
pues aunque lo que espero no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera.
Es un poema que se le ha atribuido indistintamente a San Juan de la Cruz o a Santa Teresa de Jesús, pero cuya autoría es incierta y que siempre me ha conmovido.
Quisiera realmente cumplirlo y dejar de ser tan ingrato, tras recibir tantas gracias y favores de EL, pero en fin, el reto principal de la vida es el comprender todo lo que sufrió por nosotros y que aceptó ofrecerse en nuestro lugar, que lástima que hoy no tengamos gratitud, no de palabra, sino de acciones.
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